Corro entre arbustos espinosos,
me tropiezo y sigo corriendo, piso un charco de agua que me muestra la verdad
de la vida, sigo corriendo. De repente me detengo y miro a esta gran divinidad,
la luna. La veo más grande, más robusta, siento que me regaña y que me empuja
en un abismo eterno, pero me agarro de una rama. Llego arriba, me arrastro
entre cien pies que me llevan a una pocilga, lucho con mis garras, aquellas que
han salido por gracia de mis entrañas. Me paro y sigo corriendo, ahora la
velocidad se ha triplicado, siento que algo me llama al lago de los deseos. Ahí
te veo y con miedo a nuestro primer encuentro me convierto en agua, para
recorrerte lentamente y conocerte. Te miras en mi reflejo, lloras porque aún no
llego, tal vez me diste miedo; ahora siento que la luna me ilumina, mejor me
transformo en otro ser.
Ahora me convierto en roca,
aquella dura idea que nunca pudiste sacar de mis palabras y que ahora te golpea
fuerte en el vientre, ya tú sabes que es parte de mi ironía. Me miras y me
acaricias y a la vez te lastimas; me arrojas al fondo del lago. Más ahora
necesito llegar a la superficie, así que en un pez payaso me he de convertir;
me observas desde lejos mientras me acerco a la orilla. Me pierdes de vista, me
quito las ropas de la mentira y vuelvo a este cuerpo humano; cuerpo con el que
me has de conocer bajo los criterios de la razón por primera vez.
En este instante me detengo,
pues eso sucedió en nuestro encuentro. Mis ojos brillaban por el espectro que
la luna generaba en el agua, la pobre ya no me empujaba. Más tú me miras con
esos ojos profundos, negros en la totalidad de la noche, intensos que
atraviesan mi entrecejo. Pues ahí está la luz, aquella que compartimos desde el
día que supe de tu existencia, aquella que ilumina mi camino para no errar en
otros nuevos; luz que corres por mis venas, procura que esta vez no me dejes en
vela. Y aún cruzamos nuestras miradas, ambas esconden algo nuevo, algo que el
miedo que nos carcome lleva a las profundidades de nuestro ser, para sentirlas
intensamente y guardarlas de por vida en el baúl de nuestra osadía. Te acercas,
yo tiemblo, miro las estrellas, rezo para que no te asustes por mi falta de
esfuerzo, más me sonríes y me derrito como el resultado del fuego que la vela prende
en su cuerpo; ahora recuerdo todo y creo nunca poder olvidarlo. Mientras, el
tiempo sigue detenido, pues el espíritu se manifiesta en una realidad que nunca
ha obedecido las leyes de la Física, así como el corazón siempre ha obviado los
consejos de la razón. Tomas mi mano, y de a poco recorres mi cuerpo, te siento
cerca, te siento aquí adentro; somos uno, el neutro que multiplicará siempre la
alegría en nuestras vidas.
Luego me llevas corriendo a la
orilla, siento el frío de la noche hasta en mis rodillas. Me envuelves con tu
manto misterioso, pues el misterio ronda en lo “desconocido”, frotas mis manos
y me entregas la energía que ahora me tiene escribiendo esta agonía. Me miras
fijo y en tus ojos veo la dulzura de niños que juegan a las escondidas, besas
mis labios y siento como la noche de repente se convierte en día. Corremos
desnudos hacia un nuevo rumbo, pues ambos estamos comenzando una nueva
travesía, aquella que comenzó desde el momento en que te cruzaste en mi vida.
Cristóbal